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¿Es necesario un diagnóstico para abordar la salud mental?

«No te he dado ni rostro, ni lugar alguno que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular, ¡Oh Adán!, con el fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones seas tú quien los desee, los conquiste y de ese modo los poseas por ti mismo.
La Naturaleza encierra a otras especies dentro de unas leyes por mí establecidas. Pero tú, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, entre cuyas manos yo te he entregado, te defines a ti mismo. Te coloqué en medio del mundo para que pudieras contemplar mejor lo que el mundo contiene. No te he hecho ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor o de un hábil escultor, remates tu propia forma.”

PICO DE LA MIRANDOLA
Oratio de hominis dignitate

 

Inicio esta reflexión remitiéndome al concepto de neurosis, con palabras que recojo y comparto de J. D. Nasio*.

Ya que todos somos, más o menos, neuróticos, no hay estado normal en el que no descubramos en nosotros un rasgo neurótico e incluso perverso. Todos, no solo tenemos un comportamiento neurótico, sino también tenemos arrebatos perversos que forman parte de nuestra neurosis.
En la neurosis es muy difícil establecer claramente una frontera entre lo normal y lo patológico. Todo individuo sano cruza, varias veces por día, la línea blanca que separa la normalidad de la patología.

Nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestra manera de amar o de odiar, de unirnos o de separarnos… ¿Hacia dónde nos inclina? ¿Cuál es el color neurótico dominante que nos caracteriza? ¿De qué forma descubrirlo en nuestros pacientes?

De ninguna manera, no se trata de encerrarnos a nosotros mismos, ni a nuestros pacientes, en la casilla de un diagnóstico. El diagnóstico no es más que un código entre los profesionales. Una denominación, una palabra, un término, que hace surgir inmediatamente en nuestro espíritu, un paisaje de lo que puede ser un tipo de estructura o forma clínica.

Sin duda, el diagnóstico nos es muy útil, en la supervisión, por ejemplo; pero nunca debe ser el objeto central en la comunicación con el paciente. Lo que cuenta, es lo que intentamos construir con el paciente y viceversa. Que juntos, entendamos lo que pasa y que esto pueda ser útil.

Pero para ampliar mi respuesta a la pregunta de si el diagnóstico es necesario para abordar la salud mental, expondré mi propia experiencia y visión, compartida en muchos casos también con colegas y pacientes, acerca del papel y de la intervención del profesional y sobre los procesos de tratamiento.

Independientemente de la orientación de la que provenga su formación académica. Independientemente del contexto subjetivo relacional de creencias, cogniciones, experiencias, aprendizajes, identidades…, compleja fórmula ideológica particular que, considero, debe ser explorada, analizada y repensada con carácter de obligatoriedad. Independientemente del acuerdo o disensión que se sienta hacia los dictamines, dogmas, doctrinas, éticas y políticas engendradas desde la Sociedad, “suprema cuna” de creación simbólica y ecosistema de pertenencia condicionada: El experto en maestría social se descubre consciente, dispuesto y expuesto a la circunstancia. Forjado y conmovido en el influjo rítmico del intercambio intersubjetivo. Supeditado a encuadres conjuntamente creados, cultivados en un escenario temporal en el que no existe absoluta certeza, ni dominio.

Recolector de experiencias. Arquitecto y reconstructor de enigmas existenciales. Testigo histórico. El diestro analista conjuga su pericia en alianza con la diversidad y la idiosincrasia de su sí mismo y de un “otro” distinto, ambos dignos de ser contemplados.

Sostiene el compromiso y la responsabilidad de “entregarse” a la subjetividad a expensas de la complejidad y del desafío, de forma pactada y pautada, y con las dosis calibradas de pasión, fe y narcisismo.

Atender a la especificidad del proceso terapéutico emergente, comprende un acto de inmersión empática multidireccional y multidimensional. Implica la amplitud creativa de reinventarse con perspectiva, y en sintonía -evolutiva, afectiva y relacional- con los estados mentales, y la libertad para prestarse al desafío de lo inesperado.

La libertad de enfundarse un “traje a medida”, continente y contenido, objeto sí mismo genuino capaz de “confirmar la necesidad y el derecho que tiene el paciente de ser confirmado” (killingmo,B.,1989), que aunque a priori no fue predestinado para sí, su diseño se fortalece con el trabajo analítico y fenomenológico en continua introspección correctiva, tanto a través de la exploración y el redescubrimiento de los espacios compartidos y estadíos arcaicos, como de la reconstrucción activa de un vínculo conectivo, seguro y confiable.

El espacio intersubjetivo y/o “espacio pragmático interpersonal” (Rodríguez Sutil, 2013) configuran una matriz relacional: mezcolanza de ecos, reminiscencias y fragmentos de sí mismo que impregnan, reedifican y dan sentido y significado a la existencia. Sus aliados, terapeuta y paciente, construyen y deconstruyen, mediante la palabra, la teoría arqueopsíquica: origen y estructura de singular carácter; principio de influencia y control regulatorio que deviene del impacto experiencial, de sus introyectos y proyecciones.

De esta forma, en un interjuego transaccional de escucha, contención, reconocimiento, desvelamiento y validación, entre otros aspectos, vehiculamos in situ  las vivencias intrapsíquicas e interpersonales hacia un escenario compartido actual, real y consciente, con el fin de hallar claridad sobre aspectos confusos y/o contradictorios de la identidad y las relaciones escindidas, y de esta manera redefinir trayectorias y herramientas de “ser” que proporcionen coherencia, integración y consistencia vital.

Si ignoramos la experiencia interna e intersubjetiva del individuo: sus referentes y referencias, sus intereses, las necesidades y los valores que argumentan sus raíces y sustentan su confirmación; sus actitudes; sus expresiones reactivas; sus idealizaciones, sus fantasías, sus defensas, sus incertidumbres, sus dudas, sus incongruencias, sus ambivalencias, su caos, sus carencias, sus fortalezas…

Si obviamos; anulamos, rechazamos y olvidamos. Coartamos su libertad, el sentido de autonomía; negando la diferencia; privando la subjetividad.

Arrojamos la individualidad y su disposición de ser agente proactivo en el desarrollo de su propia individuación y comunión, a un abismo vacío de realidad fragmentada y hacia una “falsa” adaptación social, o hacia un patrón de acomodación de sumisión y respuesta mecanicista.

Consentimos y perpetuamos, en coalición, el impasse existencial investido de déficit, conflictos y sus derivados, al no haber sido revelados y reconocidos como escenarios y experiencias significativas. Piezas, claves y fundamentos de la imaginería personal desprovistas de impronta.

Así pues, transijamos la vulnerabilidad que trae consigo la experiencia de su sí mismo, concediendo un lugar que impulse a ser promotor de “existencia”, sin invasión de juicio y/o expectativa, sin tiranizar la mitigación de sufrimiento, sin edulcoradas promesas para captar adictos adeptos.

Redefinir e intervenir un “caso” en base a hipótesis parcialmente correctas, realizadas a partir de una teoría psicopatológica y un marco psicodiagnóstico organicista centrado en síntomas y conductas aisladas, no sólo conlleva, siguiendo la tradición humanista, a la cosificación del individuo y al reduccionismo prejuicioso; sino también a la recreación del escenario traumático o falla ambiental; a la perseveración desadaptativa de la organización defensiva y escisión de la organización yoica.

Contribuimos a la cocreación de una relación transferencial distorsionada y regresiva en la que predominan las incongruencias, la confusión y el dilema simultáneo entre el temor y el anhelo, la culpabilidad y la inocencia, la perfección y la ineptitud. Convertimos al ser y su entorno en perpetuador y perpetrado sin discernir, arrojado a un destino azaroso y ciego en su origen y devenir, afianzando aún más su estigmatización. Todos ellos, ejemplos de repercusión práctica nociva causante de fracaso de restitución.

Estoy de acuerdo con Rodríguez Sutil (2013) cuando expone: “(…) me parece importante llegar a identificar dicho trastorno y a eso lo llamo “diagnóstico”, aunque emplee una palabra tomada de la medicina. Lo que no estoy dispuesto a asumir es que este trastorno proceda esencialmente de una base orgánica, sino que nace en la persona total, en su contexto y su historia, y el tratamiento tampoco puede y ni debe ser un medicamento, o al menos no en su exclusividad”.

En la práctica clínica, especialmente la institucionalizada, nos adentramos en un universo variopinto de personalidades cuyas cartas de presentación responden a un cúmulo amalgamado, a modo de coleccionable, de páginas, cuyo contenido de elaboración concisa, técnica y aséptica, confiere juicio y bautismo.

La inmediatez de esta “sentencia”, la focalidad de esta actuación y la parcialidad de esta exploración, genera infinidad de lagunas y abismos, abandonos y descuidos, impresos en anamnesis y en “piel” y dictados en Ley casi divina.

Sé a conciencia, de los “déficit y conflictos” –me remito a los conceptos utilizados por Killingmo, B. (1989) y Coderch, J. (2007)- inherentes al orden social y sus derivados subjetivos cocreados, que con aleccionamiento y racionamiento, nos provee un “plan” universal, de discurso vigoroso y/o abrumador, según el receptor, y de gestión y administración de recursos, necesidades, cogniciones y conductas anclado en el poder elitista y la dominación económica, soterrado en una “falsa cultura” a modo de falso self (Winnicot 1965) que con premura deshonesta, auxilia con embustes en pro de una ciencia, moral y educación omniscientes y omnipotentes que alientan la desigualdad, la indolencia, la conformidad y la exención.

Como bien dice Rodríguez Sutil (2013) “no existen verdades absolutas pero sí mentiras evidentes”. Estudiar cualquier fenómeno incluso desde el prisma de las disciplinas más “duras”, lógicas y/o “fisicalistas”, nos obliga a caer en la cuenta de que “todo” es relativo al espacio, especialmente cuando lo que estudiamos es la conducta humana, de ahí que seamos distintos. Por ejemplo, cuando examinamos las problemáticas de nuestros pacientes, las dificultes, los déficit y defectos producidos que dan forma a una patología concreta; sin embargo, hallamos una expresión diferente en cada una de esas personas a pesar de estar afiliadas bajo el mismo rótulo, lo que obliga a pautar un tratamiento específico acorde a su singularidad –antecedentes, comorbilidad, iatrogenia, capacidad cognitiva, conducta interpersonal, vivencia subjetiva, áreas de vida…

Por todos estos motivos, aquellos “curiosos”, los que permitimos inquietarnos y conmovernos en la reflexión sobre la condición humana, ilusos, rebeldes, infieles, o no, sabemos y aceptamos otras realidades.

Describir e intervenir en estos menesteres requiere tiempo, con-tacto, espacio y apertura, pues nos encontramos ante cuestiones cuya comprensión excede los límites de la más rigurosa y estricta nosología y de la validez empírica que pueda acuñarse a los protocolos de actuación más innovadores y revolucionarios.

Entender con optimismo y afán reparador, es ser y estar con uno mismo y con el otro al que acompañamos, pues como decía el filósofo y escritor francés Henri Bergson “el ojo ve sólo lo que la mente está preparada para comprender” y para eso hay que convivir en un contexto psicosocial compartido y tolerable. Así pues, elaboremos prudentemente esos diagnósticos cuyos desenlaces, siempre abiertos a reformulación, sean concebidos por el experto como medio para idear un perfil comprehensivo de laboración en consecuencia.

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Referencias:

* https://youtu.be/Gy3fUUL5Z-A

Coderch, J. (2007b). Conflicto, Déficit y Defecto. Clínica e Investigación Relacional, 1 (2). 359-371.
Killingmo, B. (1989). Conflicto y déficit: Implicaciones para la técnica, Libro Anual de Psiconálisis, Tomo V: 112-126.
Rodriguez Sutil, C. (2013). El fantasma del Psicodiagnóstico. Clínica Contemporánea, Vol. 4, nº.1, 29-44.

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